“Abuela, cuéntame la historia de aquel chico que te ayudó cuando el bisabuelo estaba enfermo”, preguntó el chiquillo de mirada inquieta. Se acomodó en el regazo de su abuela para escuchar una vez más la historia de aquel héroe anónimo.
“Era un día de marzo, no recuerdo si hacía frío o calor, si lucía el sol o no. Porque para mí y para tu bisabuela era un día gris, triste. El bisabuelo estaba enfermo, era ya mayor y su salud se resintió. No era una situación nueva para nosotros, ya había ingresado otras veces. Pero esta vez…”, sus ojos se llenaron de lágrimas de tristeza y su voz se entrecortó.
“Tranquila abuela”, y su nieto le besó la mano con dulzura para darle fuerzas.
“Aquel año sufrimos una pandemia mundial, aunque afortunadamente tu bisabuelo no se infectó con aquel virus”, prosiguió.
“¡Ah, sí!, ya sé qué es una pandemia”, interrumpió él.
Su abuela lo miró con el orgullo que sólo una abuela puede mirar a un nieto. Con el amor incondicional que sólo ella podía sentir. No era la primera, ni la segunda, ni la tercera vez que le contaba la historia de aquella época que le tocó vivir. Una época que nadie esperaba. Una situación que nadie esperaba. Algo completamente inesperado. Como en una de esas películas de fin de semana de catástrofes, que te entretiene durante 2 horas. Pero esta vez no era ficción, y no duró 2 horas. A su nieto le encantaba escucharla contar la historia de como un profesional de la salud le hizo el regalo más grande de su vida en ese momento. La primera vez que se la contó, el niño de mirada inquieta, con cara de extrañeza le preguntó “¿más grande que cuando nací yo?”. “No, cariño – le respondió, casi riéndose ante la reacción del pequeño – ese fue el más, más, más grande regalo de mi vida. Pero ese día, esa persona fue mi héroe”.
“Y ¿cómo era? Seguro que era alguien muy importante en el hospital”, le preguntó su nieto.
“Para mí lo era. Quizás no salía en la televisión como aquellos que nos decían como teníamos que actuar en la calle y en casa, o aquellos que contaban como se estaba viviendo la situación en sus hospitales. Ni siquiera aparecía su nombre en la web del hospital. Era un chico normal, un celador de la unidad donde estaba tu bisabuelo”.
“Y ¿qué hizo? ¿Le salvó la vida?”
“Verás -prosiguió ella-. Yo tenía una amiga que había trabajado en ese hospital hace muchos años, y pensé que conocería a alguien que podría ayudarnos. Por esa pandemia, se prohibieron las visitas a los pacientes, y tu bisabuelo estuvo muchos días solo, sin poder ir a verlo, sin su familia”.
“Yo estaría muy triste si no pudierais venir a verme y me quedara solo”, dijo apesadumbrado el niño.
“Pues tu bisabuelo estaba igual, y nosotras, tu bisabuela y yo, también. Como te decía llamé a esa amiga, y esa amiga llamó a otra amiga que sí que trabajaba allí. Y se puso en marcha “el milagro”. Pregunté si podría alguien decirle a mi padre que le queríamos mucho, y que si podíamos llevarle su móvil para poder hablar con él. Esa persona llamó a este profesional sanitario que trabajaba donde estaba el bisabuelo, y le dijo que yo iba a llevarle el móvil”.
“Y que le dijera que le queríais mucho, ¿verdad?”.
“Eso es, pequeño. Pero aún hizo algo más por nosotros. Nos dijo que su ventana daba al parking del hospital, y que si esperábamos unos minutos, movería la cama para que pudiéramos verlo desde la ventana. Y así fue. Supongo que le costaría bastante, porque mi padre no estaba en la cama cercana a la ventana, y la habitación no era muy grande; así que me lo imagino cambiando el mobiliario de la habitación para que pudiéramos verle, saludarle y mandarle besos, y decirle lo mucho que le queríamos”.
“Y por eso es tu héroe”, le dijo con una gran sonrisa el niño.
“Sí cariño, así es. Es mi héroe anónimo, porque aunque yo sí sé su nombre, él no salió en las noticias; ni él ni otros muchos otros compañeros suyos que seguro que hicieron otras “heroidicidades” por otras personas en esos momentos tan difíciles para todos. Profesionales por los cuales salíamos todos los días a las ventanas y balcones a aplaudir por arriesgarse a infectarse ellos o a sus familias, por tener que llevar durante horas esos trajes asfixiantes. Profesionales que no sólo demostraron su profesionalidad, sino su humanidad, y por eso aplaudía yo; porque nos ayudaban sin conocernos, con pequeños detalles que para nosotros eran enormes, más allá de su trabajo, sin tener obligación, pero haciéndolo de corazón. Profesionales que deben sentirse orgullosos de ser quienes son, de su trabajo. Profesionales que son héroes anónimos”.
*Basado en una historia real.
Raquel Sisas.
Responsable de Enfermería
Unidad de Cuidados Paliativos