En el pasillo de la Unidad de Paliativos del Hospital San Juan de Dios donde trabajo como psicóloga, una frase muy importante decora la pared, “con solo una sonrisa puedes cambiar el día a una persona”. Aunque a veces ni la vea con las prisas, siempre he pensado en la importancia de los pequeños detalles, de las cosas sencillas. Esa frase representa ese concepto y es en los peores momentos cuando más necesitamos ir despacio y reflexionar sobre ella.
Era Jueves Santo y apenas había gente por la calle. No por ser festivo, sino por el bicho ese que ya hacía días nos había puesto la vida patas arriba. Me cogí el café para llevar, con apenas leche y mucho hielo, el cual me lo prepara la chica del horno de pan con una gran sonrisa oculta tras su mascarilla, mientras hablamos de las últimas noticias sanitarias, y de ahí, al hospital con los mejores deseos mutuos para tener una buena tarde. Sabía que sería un día difícil porque las visitas están prohibidas. Visitas que ayudan al bienestar, a la distracción, al cuidado, al acompañamiento, en definitiva, al alivio del paciente. Ha habido muchos tipos de héroes durante la pandemia a los que admiro, pero sin duda, parte de mi aplauso diario va dirigido a la lucha de esas personas que no pueden estar cerca de sus seres queridos. Y entiendes su frustración, su enfado y su sentimiento de impotencia ¿cómo no les voy a entender, si ni yo misma puedo visitar a mi madre, a mi hermano o a mis amigos?
Pongo en marcha todas las técnicas que la psicología me ha enseñado, la creatividad, la humanidad y la empatía, para intentar cubrir las necesidades de los pacientes y sus seres queridos. Ayudarles a gestionar la ansiedad, a distraerse, a encontrar motivación, a que se sientan acompañados charlando con ellos, calmando miedos e incertidumbres, bromeando y hasta contando batallitas, pero sobretodo, haciéndoles sentir que a pesar de todo no están solos. Y cada uno de ellos tiene necesidades distintas, pero si logras ayudarles, el resultado es el mismo para todos, vuelve a nacer esa sonrisa.
Todo ello mientras me cruzaba por los pasillos del hospital con mis compañeros, con los que comparto vivencias y anécdotas, con los que me río a lo grande y hasta de mi misma al ver como me queda el pijama del hospital. Compartimos recetas de tartas para los ratos de aislamiento en casa mientras prometemos hacer fitness para no engordar mientras dure el estado de alarma. De nuevo, sonreía tras una mascarilla que protege a la vez que asfixia y volvía a bromear pensando que tendrían que recogerme del suelo si me desmayaba.
Ese día la iniciativa de “Gastroaplausos”, que reparte cenas de diferentes restaurantes, venía al Hospital. Aplausos, agradecimientos y ¡a cenar! Y no preguntéis cómo, pero hasta habíamos conseguido refrescos de cola. Había sido una tarde muy difícil pero me sentía feliz. Nos hacíamos fotos y selfies que mandábamos a nuestros familiares y amigos. Comíamos mientras leíamos las cartas de agradecimiento de gente anónima. ¿Cómo podía sentirme tan bien con todo lo que estaba pasando? Me di cuenta que a pesar de todo, mi tarde había estado rodeada de sonrisas que no se ven tras la mascarilla pero se sienten. Mientras yo había estado apoyando a los pacientes mis compañeros habían hecho lo mismo por mí, el alivio aportado a las familias me creaba una gran satisfacción y estaba teniendo la gran oportunidad de aportar mi granito de arena a toda esta locura y de cómo la situación nos estaba uniendo a todos. A pesar de no poder ver a algunas personas, veo cada día a otras que poco a poco van pasando a ser familia. Me fijé en todo lo que sí tengo, en lo que sí puedo hacer, en todo lo que hay a mi alrededor y me sentí en equilibrio, motivada y capaz de seguir. Y de nuevo, mi cara se iluminó.
Gracias a todos los que a lo largo de ese día me regalasteis vuestra sonrisa oculta porque fuisteis causa de la mía, aunque tampoco la pudierais ver.
Paula González Gómez de Segura
Psicóloga
UCP HSJD y Hospital infantil